El huertano de Murcia
EL HUERTANO DE MURCIA
Asentada se halla en medio de una
espaciosa llanura, la siete veces coronada ciudad de Murcia: la torre gigante
de su catedral, dice al viajero a la distancia de seis leguas, que a sus pies
está la corte del antiguo reino; su atrevida aguja se pierde en el siempre
subido y limpio azul del cielo, que cubre día y noche la capital y la huerta,
como para veladas de todo mal.
Mirada la ciudad de Murcia desde
ciento siete varas de elevación, que es la que tiene su torre catedral,
presenta a el observador el punto de vista mas acreedor a su examen; a el
poeta un cuadro digno de su canto, y a una alma ligera e impresionable,
millares de pensamientos alegres al par que sublimes, risueños a la vez que
majestuosos y graves: bajo de él, a diferentes profundidades, admirará la
grandiosa catedral, base de la orgullosa columna que lo sostiene: el suntuoso y
regio palacio episcopal, sin igual entre los que posee de su clase la Nación
Española: veinte y ocho iglesias entre parroquias y conventos, con sus Ciento
sesenta campanas; teniendo veinte y cinco de ellas la torre de las ciento siete
varas de altura, y siendo la mayor, de cuatrocientas arrobas de peso: gran
número de edificios, ya pequeños, ya grandes, de excelente arquitectura los
más, todos blancos como la nieve y de buen gusto: a el veloz y caudaloso Segura
que divide la ciudad de uno de sus más grandes barrios, abriéndoles
comunicación un magnífico puente de dos ojos; y una vega, en fin, de más de
tres leguas cuadradas de extensión cruzándola en toda ella con mil giros y
vueltas desordenadas, cientos de acequias que con su circulación le dan vida,
como le dan las venas al cuerpo humano.
En ella se encuentra al labrador
o arrendador de la huerta de Murcia; visto y examinado uno, se han visto y
examinado todos. Mirad a su huerta para conocerlo, mirad a esa serie no
interrumpida de jardines, en los que se ostenta el encarnado clavel al lado del
naciente trigo; a la rosa, al lado del maíz y la cebada; a el de las abas, los
pésoles y las criadillas, la cochinilla y la fresa, y las bajocas; a la corona
al lado de la multiplicada morera, y a ésta entre infinidad de albericoqueros,
manzanos, perales, melocotoneros, almendros, nogales, higueras, naranjos,
limeras, limoneros, acacias, cinamomos, árboles del Paraíso, llorones, chopos y
pinos; sin dejar de ser notables el sin número de parras en todas partes; de
diferentes y apreciadas clases de uvas por entre esa alfombra verde, que
deslumbra si se mira alternativamente a ella y a el horizonte, y que impide se
descubra la tierra, el suelo, como lo impiden las aguas del mar; ¿no véis bajo
de un árbol una figura blanca, enteramente blanca; en medio del ramaje de
aquella morera, no véis otra igual; por aquella estrechísima senda, no habéis
advertido una que cruzó rápidamente? Pues todos y cada uno de ellos son nuestro
huertano, o sus fieles traslados. ¿Las doce del día? vedlo; el sonido de la
campana de cien quintales, cuyo eco se siente a ocho y más leguas, ha
suspendido mecánicamente su brazo; ya ha cesado de trabajar; va hacia su
habitación, a su barraca, para estar sentado más que para comer; el par de
animales con que araba es su guía, entra en su estancia antes que el hombre, y
espera en la pobre y des techada cuadra, compuesta de cañas, de nada, de
confianza sólo, a su dueño o guardador para que los desunza y les eche un
puñado de paja.
Su vivienda, esa barraca, que os
he dicho, y que posee cada familia una lo menos, se aproxima en su figura a la
de las antiguas tiendas de campaña: son igualmente las habitaciones de que se
servían los árabes para atender al cultivo de esa huerta, acaso con más derecho
de ellos que de otro: los cristianos a su imitación, las hicieron también y en
ellas habitaban: mas las distinguían de las de aquéllos, por dos modestas
cruces que colocaban en el perfil de su cimera: esta costumbre, hace todavía
honor a la religiosidad de sus moradores. Sus paredes son de barro sólo, porque
de barro son las atobas con que las construyen, y con barro están unidas:
cuatro palos sostienen la lomera; ocho cañizos y albardín la forman: el agua no
cae dentro cuando llueve, durante al menos hasta la mitad de su vida, no se
sabe por qué; el viento no la derriba, por otra causa que tampoco tiene
explicación, o porque los vientos de Murcia no son muy recios; pero una avenida
extraordinaria del río, una chispa imperceptible de fuego, destruye aquel nido
de aves, aquella choza salvaje. En su interior, sin embargo, hay señales de
civilización: las artes muestran su existencia: su puerta principal está
colocada al medio-día, y al entrar y en el ángulo de la izquierda siempre,
tres, cuatro o seis tenajas pintadas de almagra, con paños de lienzo blancos
que las cubren, y encima tapadores de madera pintados de azul, contienen el
agua que se trajo de la acequia, para beberla reposada y con comodidad: sobre
este tenajero, eternamente aseado y fresco, diez, doce o más jarras, convidan a
beber agua; y sobre ellas, dos o tres lejas adornan y cierran hasta el techo
aquel ángulo, con una porción de enseres de cocina y de servicio de mesa, como
platos, tazas y jícaras: a la derecha está el fogón sin chimenea, sin
respiradero: «el humo, dicen los huertanos de Murcia, no hace más que
ennegrecer las paredes, y sobre todo, si quiere salir que salga por la puerta
que siempre está abierta»; es el único agujero por donde quieren ver la luz; la
ven no obstante por mil: (alguna barraca suele tener otra puerta pequeña al
norte): un poco más allá del tenajero y en el mismo lado, hay una grande arca
donde guardan sus dueños toda la ropa que tienen; los comestibles para el día,
y éste o aquél instrumento de labranza que se puede perder, o que es muy
necesario y de bastante coste: en el último tercio de nuestro débil edificio,
dos sábanas impiden que se vea el lecho del matrimonio, de los hijos grandes y
pequeños, y de todos sexos, y hasta de algún convidado: las camas son por
fortuna tan capaces como altas; cinco, seis o siete colchones de paja de
cáñamo la componen, y un tablado gigante; su menor elevación es cuatro pies:
ocho o diez sillas de soga y una mesa, concluyen el total del ajuar.
Precisamente en la mesa le tenéis
ya, para comer, con su mujer, dos hijas mozas, tres mancebos y cuatro zagales;
(suele ser más corriente, no sentarse a la mesa la mujer ni las hijas, pero
comen de pie, en el suelo, sobre el arca, o andando): por lo general son
excesivamente fecundas las huertanas de Murcia. Mas dejémoslos comer interin
procuramos describir a uno de sus padres o maridos o hermanos, tal cual mi
pluma pueda, y tal cual él me lo permita.
Es bautizado el día de nacer, en
la parroquia de la ciudad a que pertenece: su advenimiento al mundo se celebra
con un par de libras de peladillas y anises, y otras dos de garbanzos torraos:
crece destrozando el melonar para escoger el más dulce; el pan izar para coger las
panochas tiernas, asarlas y comérselas; ayudando a llevarle hoja de morera a
los gusanos de seda, y sufriendo torniscones y aun sendas zurras por frioleras,
de sus padres, tíos y todos sus hermanos mayores; (alguna vez, conocen por
causa el habérseles perdido los lechoncillos que cuidaba; también se emplea en
esto): es sufrido y llorón a esta edad. A la edad de diez o doce años, va a la
ciudad con un borriquillo, una sarria y un capazo, por todo lo que creen inútil
en sus oficinas las criadas de servicio; preciso es que sea muy fea, cosa no
común en el país, para que deje de ser requebrada, lo menos, por el mozuelo que
lleva la basura: entra en la ciudad a las cinco o las seis de la mañana, pero
pasa tres, cuatro o más horas jugando al caliche con otros muchachos, o tendido
sobre el borriquillo como un árabe sobre su fogoso alazán al escapar; el acaso
lo lleva a el objeto de su viaje, volviendo después a la huerta despacio,
porque va el borrico cargado y necesita andar el zagal con sus pies: a duras
penas, con el estímulo de algún torniscón lo menos, siega y coje yerba para que
coman los animales: él por su parte tampoco come mucho, pero en cambio
holgazanea más que juega, y juega más que trabaja y aprende: diariamente ésta
es la tarea máxima. Hasta la edad de dieciocho o veinte años, su vida se
desliza insensiblemente, y sin que ofrezca nada notable: pero su vida de veinte
años es su vida de treinta, de cuarenta y aún de más; en ella, a ser posible,
debe describirse mi tipo.
Su traje hereditario, y que no
variará en lo mas pequeño aun cuando le hiciesen dueño de cuanto cultiva,
parece exclusivo de la estación en que se abrasan los murcianos: los Domingos y
días de fiesta de primera clase, lleva comúnmente un pañuelo de algodón de
colores siempre los más vivos y mezclados, como el de grana, azul y pajizo,
ceñido a la cabeza, que pasa por la frente y sube unos cuatro dedos más
estrecho, y con cierta gracia; el cabello, algo largo y rizado por los lados;
por el medio, extremadamente corto; como si fuese a medirse para la quinta: en
la cara ni un pelo aun cuando tenga muchos: la camisa muy bordada por el cuello
y las pecheras y los puños; éstos cortos, aquél largo y ancho; un jugón de
colores tan serios como los del pañuelo, le ciñe el cuerpo, y lo sujeta con dos
o tres docenas de botones de plata afiligranados más gordos y espesos o
multiplicados, cuando mejor ha sido la cosecha de la seda, y hay más metálico
en el arca enciclopédica: unos zaragüelles blancos como nieve, le aprietan
extremadamente la cintura, y bajan y nunca llegan en tres dedos a la rodilla;
cuanto mas anchos sean, que siempre son anchísimos, y más almidonados estén,
son más de lujo y gusto: una faja de lana o seda encarnada, de una tercia de
ancha y unas tres varas de larga, cubre la mitad del jugón y los zaragüelles;
los confunde: desde la pierna y no un dedo más, nace una calceta de algodón
blanquísimo, pues que nace parece de lo que se la aprieta con la liga, hasta el
pie, donde le sujeta estirada con una trabilla del mismo algodón, dejándolo al
aire, porque ni la calceta ni el alpargate la cubren, éste más que dos dedos
del pie, aquélla el tobillo; los alpargates se le sostienen por una cinta
negra, con la que no se da más que una vuelta a la pierna. Una montera y una
manta, y un palo bastante grueso de fresno, son partes esenciales del traje,
sólo para ir a la casa del amo, a la ciudad, a cualquiera otra diligencia, a un
baile, o a misa: la montera es de terciopelo negro; se la pone sobre el pañuelo
y viene ajustada a la cabeza: la manta, es de unas cuatro varas de larga y dos
dt., ancha; trabajada en Espinardo, de tela fuerte, de bien combinados colores
y de abrigo, pero él, ni aun en enero, deja de llevarla como nuestros abuelos
los ferreruelos, sin embargo de ir tan ligero de ropa: el palo es de gordo como
una plantón, cuyo nombre le dan, y de alto de unos siete palmos: sólo deja la
manta y el palo por una capa de paño negro y grueso del país, cuando asisten a
cualquier entierro, o a bautizo de sus iguales: hay capa de éstas que cuenta cuatro
generaciones. Los días de trabajo, lleva lo poco que he dicho, menos los
botones, sustituyéndolos con otros de metal más baratos; la montera y una
manta, y un palo bastante grueso de fresno, son partes esenciales del traje,
sólo para ir a la casa del amo, a la ciudad, a cualquiera otra diligencia, a un
baile, o a misa: la montera es de terciopelo negro; se la pone sobre el pañuelo
y viene ajustada a la cabeza: la manta, es de unas cuatro varas de larga y dos
de ancha; trabajada en Espinardo, de tela fuerte, de bien combinados colores y
de abrigo, pero él, ni aun en enero, deja de llevarla como nuestros abuelos los
ferreruelos, sin embargo de ir tan ligero de ropa: el palo es de gordo como una
plantón, cuyo nombre le dan, y de alto de unos siete palmos: sólo deja la manta
y el palo por una capa de paño negro y grueso del país, cuando asisten a
cualquier entierro, o a bautizo de sus iguales: hay capa de éstas que cuenta
cuatro generaciones. Los días de trabajo, lleva lo poco que he dicho, menos los
botones, sustituyéndolos con otros de metal más baratos; la montera, la manta y
el palo. De todos modos, nuestro huertano ostenta buena cara y rara vez de
Marte: ojos grandes y alegres: es derecho, bien proporcionado y gracioso: de
gallarda apostura y sueltos movimientos; es una excelente figura, en fin, una
figura académica si vistiese otro traje.
Colocada la provincia de Murcia
entre las de Andlucía y Valencia, el carácter de los murcianos, (no os alarméis
ya, habitantes de la capital, si alguno tiene el mal gusto de leer este
artículo; hablo sólo de los que moran en tu huerta,) es una mezcla necesaria
del de ambas provincias, con algunas pinceladas propias; sui generis: y para no
ofender, cosa contraria a mi modo de pensar, a ninguno de los hijos del ancho y
lento Guadalaviar, ni de la engalanada y risueña Betis, diré lo que creo ser el
carácter del huertano de Murcia, no queriendo tampoco disgustar a éste, sin
distinguir qué cualidad se aproxima más al Andaluz, cual otra al Valenciano.
Su primera, más exclusiva y
marcada circunstancia, es ser perezoso: como su hijo esté a la mano, no se
proporcionará él la corvilla que necesita: aunque esté a dos pasos de distancia
del jarrero, le ha de pedir a su mujer una jarra para beber agua: si sabe mil
sendas y veredas y trochas para ir al molino, y a casa del compadre y a la del
barbero, es por andar lo menos posible, estudiando y yendo por el camino más
corto: no hay faena que a él le guste más que la de la trilla; ya se ve, como
que los caballos, o las mulas, o las borricas hacen en ella todo el trabajo, y
nuestro huertano marcha intrépido como un vivo retrato de Neptuno, paseado y
hasta revestido de cierto aspecto poético, dirigiendo el par sobre su trillo, y
con un látigo en la mano que ciñe de vez en cuando a los sentidos animales,
para que marchen siempre al trote, como lo ejecutan. Cuando se trata de su
bien, sabe más que un dómine de latinidad del siglo pasado: habla poco y nunca
se puede explicar o hace porque no puede; pero él se entiende; los demás
también lo comprenden, sobre todo el amo: su lógica es la más particular;
«Señor, mi muger a estao mala, y me e gastao tuico lo que tenía... como oste no
me espere a mas a elante pa el renta. ..» y todo esto lo dice sin mirar al amo
y sí a la montera que tiene en la mano, y a la que le da continuas vueltas y
palmadas para quitarla el polvo: en verdad, sólo por su bien procura, del de
ningún mortal se interesa, incluso el amo. El que sale hablador, es fanfarrón
y miente mucho; por fortuna, no son frecuentes los dotores, como ellos mismos
se llaman; es astuto, perspicaz y algún tanto variable; y aunque parezca una
contradicción, en medio de su extremada pereza, es ligero como el viento cuando
quiere; una niñería, la cosa más insignificante, le absorbe su atención horas
enteras; unas pruchinelas mal desempeñadas, unos invisibles, lo tienen un día
con la boca abierta, estático. Sabe por precisión como el barbero español,
tocar en la guitarra lo menos un fandango, unas malagueñas y las torrás de la
huerta de Murcia: con poca o mucha voz, y ya sea de tiple, tenor, barítono o
bajo, todos cantan también; los más con gracia: por lo regular siempre está
alegre y confía en la Providencia a puño cerrado. Por otra parte, es honrado
en su pensar; religioso; dócil; habla con decencia; es valiente y jamás
traicionero; es extremadamente sobrio; no es espléndido, pero tampoco es
cicatero; vive y muere sin tener nada ahorrado; por último, hasta que no se
casa, es muy enamorado; cuando es marido, su mujer, sino es su solo
pensamiento, es su sola mujer.
He llegado ya, al que me propuse
fuese el último extremo de mi tipo, pero al más difícil de describir sin duda:
las costumbres de nuestro huertano son innumerables: todo en él es costumbre:
su lenguaje, sus comidas, sus más insignificantes acciones; hasta piensa y
discurre por costumbre; son suyas no más, y casi todas indefinibles,
inexplicables: principiemos por su lenguaje.
Indudablemente el origen de su
lenguaje está en los árabes; yo no lo afirmo sin embargo; tal vez su
averiguación nos diera por resultado, la corrupción de antiguos idiomas y la
costumbre: la verdad es, que unas generaciones a otras se han transmitido el
iquia final de todas las palabras, a despecho, entre otras razones, de la
dificultad que debe costarles una pronunciación tan violenta y pesada.
«Pepiquia, mira, ile al pae, que cuando se venga panzia ea, que se traya un
puñaiquio de pimentiquios:» y esa trabajosa y enredada alocución se repite al
llamar a Antoñiquio a J uaniquio; el marido a la mujer o al contrario, con la
palabra chiquio o chiquia; al pedir una jarriquia un chaviquio; cantar y al
dirigir a Dios preces. Dos solas excepciones que voy a hacer ver de ese
lenguaje, prueban hasta el punto que mi tipo está dominado por la costumbre:
como he dicho, todas las palabras las concluye con el iquia, pero a la reliquia
con que se conjuran las nubes cuando ellas se conjuran contra los murcianos, y
a la acequia, ni la llama reliquia ni acequia, sino relica y azieca; de otro
modo era decir algo bien, era concluir alguna palabra en castellano. Suprime
muchas letras al hablar, como ile por dile; caeza por cabeza; ueno por bueno:
en otras dicciones, las menos, añade, como abaja por baja: mas ambas faltas las
comete sin la gracia que los andaluces; habla sin alma; todas las simpatías que
una hermosa y bien formada huertana de Murcia atrae, desaparecen o se debilitan
extremadamente al oírla con la cabeza baja, y una voz sin vida ni armonía,
«posy, a que me ice oste esas cosas si yo soy una probe, y conmigo no quie oste
mas que sacar gurla?.. ».
Sus comidas te ocuparán poco,
amable lectora: veinte días al año, si llegan, son de carne con cualquiera otra
cosa; pescado, otros; migas; los más, casi todos, bacalao y pimentiquios y
tomatiquios y melon y ubas, y los abundantes higos de toda especie, y las
brevas y el pepiniquio; el pan, bollo por lo común: parece increíble que coman
tan poco y cosas de tan escaso alimento.
Leed sus faenas y sus costumbres
más de notar, del día de trabajo: luego veréis las de los días de fiesta. Se levanta
poco antes que el sol sale, y ya se encuentra vestido, porque, tal vez por
olvido, no se desnuda nunca; se pasa cuatro o seis veces la mano por la cara
con fuerza, se aprieta y compone el pañuelo de la caeza y la faja, y ya está
listo para todo el día, o mejor dicho para toda la semana, pues, sólo el
domingo se lava y muda; si necesita hacer algún trabajo con los animales, los
unce y marcha con ellos; si va a regar o a coger hoja o a escardar, sale él
solo, llega al punto donde debe desempeñar su obligación; lo mira cuatro, seis,
veinte y más veces; mira también a ver si sale el sol, y si ha salido, que
suele estar ya alto, saca sus chismes y echa un cigarro, siempre de papel,
pero mucho más gordo que un puro; invierte en esta operación y en dar seis
chupadas al cigarro una media hora, al cabo de la cual, hace un esfuerzo y
decide: ya le tenemos trabajando; pero sin brío; parece que es aquello para él
una distracción, o que está enfermo, o que va discurriendo algún plan de
gobierno: (a propósito, y para no desperdiciar la ocasión: en honor del
huertano de Murcia debe decirse, que para él, no existe más que su Reina, a
quien adora un punto menos que a Dios; y a Dios, al que venera hasta e!
fanatismo y con el que cumple lo mejor que puede: mi huertano es enteramente extraño
a los asuntos más materiales de política; así ha sido en todas épocas): a las
ocho lo tenemos en la barraca almorzando; a las nueve en e! bancal o en la era
otra vez: a las doce de vuelta ya a comer, pero no sin haber echado tres o cuatro
cigarros, durante e! tiempo que estuvo trabajando; no sin haber parado el
trabajo muchos y largos ratos, no sin haber comido una docena de brevas en el
entretanto o una granaiquia para remojarse la boca; a la una, se va a echar la
siesta a la sombra de una higuera, la que es segunda, si hace mucho calor,
porque la primera la echó a las once, donde quiera que le pillen: por la tarde,
especialmente en el rigor del verano, su trabajo es nulo; una hora lo más, o
coge hoja para los gusanos de seda, o siega yerba para los animales: cena a las
seis o las ocho de la noche, conforme sea la estación; y o se acuesta si es
invierno, o siendo verano, echa la hoja que cogió a los gusanos, o toca e!
timple y canta, o desperfolla panizo, para lo que vienen las familias de los
parientes y los más amigos, y a cada panocha que les sale encarnada, se dan un
abrazo los novios que están juntos, o los mozos a las solteras, aun cuando no
tengan nada que ver con ellas.
El simple domingo o día de
fiesta, emplea la mañana en hacer lo más urgente en la casa y la huerta, y a
las doce precisamente, afeitado, lavado y mudado, entra en la catedral a oír
misa, rodeada la manta al brazo como un árabe su jaique, y con la montera y el
pañuelo de la caeza en la mano, de pie derecho, muy serio y con mucha atención:
concluida la misa se vuelve a su casa a comer. ¿Creerás tal vez, sufrido
lector, que no tiene novia? Pues te equivocas: la tiene necesariamente, y buena
moza: la ve de quince en quince días o cosa tal, pero no importa, ellos se quieren
así mesmo, y ni se hacen traición ni saben que es eso... como no vaya el
Señorico a la barraca; cosa que suele hacer las más tardes; hasta entonces
creía la pobre muchacha, que a la que tie novio no se le podía decir que era
guapa y otras cosas...! Acabada la comida, márchase mi tipo a casa de su novia
y la halla también peinada, lavada y mudada: se sienta incontinente a su lado,
sin más que decir a los padres y demás personas que están con ellos, guenas
tardes, y con la montera y la manta y el palo encima: suelen estar juntos mano
a mano, tres, cuatro o más horas, pero hablan media docena de palabras cada
media si llegan; ella mira al suelo, se compone los alfileres del pañuelo, y
alguna vez ojea al novio, el que por su parte, está con su palo monstruo
haciendo un hoyo en el suelo, muy capaz sin dificultad durante las tres o
cuatro horas, de plantar en él un llorón joven, una morera o unas parras: llega
más gente; la concurrencia se aumenta; ya hay dieciocho personas, veinte,
veinte y cuatro; ya hay baile: en un lado, fuera de la barraca y en la puerta,
donde convida a bailar en efecto una anchurosa explanada, con muy buen piso,
muy rociada y bien cubierta por frondosas parras, están los padres y madres y
tíos, y algún señor o señoras de la Ciudad; allí, las muchachas de la huerta
con sus lozanas caras de carmín, el robusto brazo descubierto y adornado con un
encaje, el palpitante pecho que no puede cubrir un pañuelo de seda de cien
colores alegres, o blanco y bordado, un ligero y corto guardapié de percal de
otros colores no menos vivos, o de dos azules, y la media calada de alabastro y
el zapato de raso de color de leche; en ese otro lado, los mozos que no tienen
novia o no la tienen en el baile, sin ocurrírseles nada aunque ven tanta
hermosa, o riyéndose lo más porque a María, a quien ponen la cara de color de
fuego, se le fue el borrico (hace un mes) al llevado a la cuadra: en ese frente
en fin, están dos o tres que tocan y cantan para relevarse, o para acompañar
con más timples o con guitarra de siete órdenes: ya hay movimiento: ya hay
vida: cada uno se dirije a su cada una y le echa la montera, es decir, que se
la quita enfrente de la elegida, con lo que la suplica que salga a bailar, y
casi siempre y al momento es obedecida la invitación: cuatro o seis o más
huertanos, en frente de cuatro, seis o más huertanas, bailan mezclándose y
variándose y moviéndose con la agilidad más extraordinaria; con una gracia
especial, y produciendo la música, el canto, las postizas que tocan todas las
mujeres, y el ruido que hacen las parejas al bailar, una armonía que conmueve,
que excita, con la que no se puede estar indiferente, y que alegra el alma más
abatida y triste. Así discurre y concluye la tarde: ellos y ellas siempre en
baile, firmes, lo mismo de ágiles todos que al principio, sin acordarse que
tanto bailar puede cansar: la tranquilidad y la alegría que los reunió, los
separa hasta otro Domingo o día de fiesta. También suelen ser los bailes de
noche, pero nada ofrecen nuevo como no sean los de ánimas. En éstos, hay
prevención pelucas, escofias, casacas, y otros muebles viejos y antiguos que
toman alquilados los hermanos de las ánimas, que son los que dirijen el baile,
y con el objeto de sacar dinero para la hermandad,... obligan a que baile una
de las muchachas que se halla en él, con una escofia por ejemplo, y el novio,
ofrece el dinero de una misa para las ánimas porque no baile con ella; otro
puja dos, y, o baila ridícula si no tiene pecho y bolsillo el novio, o aumenta
las misas... de las ánimas, quienes entonces ruegan indudablemente al Señor
porque todos los novios sean rumbosos, o tontos y ricos. Se rifa también en el
mismo baile, que se le suele llamar de Inocentes, corazones de mazapán y
pájaras, y otras frioleras indigeribles por la misma piadosa... Cofradía, y
para el mismo... santo fin; pero rara vez concluyen bien estos bailes: una
patochá de un huertano, una negativa de una huertana con novio al sacada a
bailar, la que cree el que la saca hija de indicación de aquél, es bastante
para que enarbolen todos los plantones, y caiga a hombre por plantoná,
rompiéndose lo primero las guitarras, y quedando convertido el lugar del
regocijo y la fiesta en un verdadero campo de batalla.
Suele decirse en la
Ciudad de Murcia de los de la huerta, que
el que Va S.
Cayetano,
sale de Nazareno,
y pasa la canal,
es asno cabal:
nada diré de las dos últimas
pruebas, porque la una es sólo expuesta, por la facilidad de caerse al río al
cruzarle por ella; la otra, porque para mí, es la costumbre menos necia de
nuestro huertano, o la más disimulable; sobre todo, porque quiero terminar ya
este artículo. Hablaré sólo de la de ir a S. Cayetano.
La ermita donde está colocado
este santo, se halla situada en el pobre y pequeño pueblo de Monteagudo, al
lado de un maltratado castillo de amargos recuerdos para la media luna: a una
legua de distancia de la ciudad de Murcia. El siete de agosto es su día; y la
víspera, va la huerta de Murcia en peso, a los fuegos artificiales que por
precisión hay aquella noche en el pueblo: la mañana inmediata, la ocupan casi
toda en la función de Iglesia; salen de ésta, y comen ocho o diez, o veinte
huertanos y huertanas juntos, habiéndose desayunado dos o tres docenas de higos
de pala por persona, cuya comida repiten al mediodía, de tarde, por la noche y
al amanecer: prepáranse en fin para la procesión de la tarde, y porque la
describiera otra pluma más diestra y descansada, diera la pesadumbre que habré
causado al lector que me haya seguido hasta esta línea; ¡ojalá, pudiera decir
la risa de mi hermosa lectora!
Las campanas de la ermita, que no
han cesado de sonar desde el cinco, como aquella multitud que las oye de comer,
de correr y de reír, anuncian que sale la procesión con doble son, con un dín,
dan, no interrumpido; sin tregua: el sol, se aproxima, se fija y asienta sobre
el campanario para verlo todo bien, comunicando un dulce calor de treinta y
tres grados, que produce hermosos tabardillos y preciosas inflamaciones
cerebrales, sin contar los infinitos y agudos dolores de cabeza que no pasan a
mayores, por el abundantísimo sudor de los que mejor libran: el pueblo inmenso
que rodea aquellos cerros y la Iglesia, esfuerza sus gritos y su zambra; a e
unánime «que lo sacan» «que lo sacan», se mueve, oprime y ajusta,
confundiéndose los pechos con las espaldas; sacando uno la cabeza por cima del
brazo de aquél, o por bajo; metiendo éste los suyos por entre los del otro para
ganar tierra; formando en fin una masa, un todo compacto, indivisible, que
mecánicamente se dirige hacia la puerta de la Iglesia. Un estandarte rompe el
cortejo cristiano, varios sacristanes, con descompuesto canto, dicen, que en
latín entonan himnos sagrados a Dios y a el santo: una orquesta, a la que no se
puede oír, toca alguna pieza análoga a su situación, o acompaña a los cantores:
S. Cayetano le sigue. Pero, detente; no salgas, santo mío; quédate en tu
iglesia haciendo milagros a quien te invoque o los necesite, sin acordarte de
las muestras de reconocimiento que por ellos te puedan hacer y hacen; prefiere
volverte moro a salir; yo te lo digo para evitarte lo que te sucedió el año
pasado, y el anterior y el otro!!! mas no hay remedio: necesita obedecer a los
cuatro hombres que lo conducen. Apenas se le ha visto, apenas ha dado un paso
fuera de su casa, ¡oh extraña peripecia! aquel océano que quedó mudo por un
momento, al que se creyó un instante sin vida, se estremece, se revuelve y
encrispa; todos sin saber como, se hallan ya con los brazos sobre los hombros
de los demás; en cada mano se ven brillar cientos de anises, de peladillas,
yemas, dulces secos, higos chumbos, melones, ¿y creerás que es para si gusta de
algo, para ofrecerlo no más al risueño y complaciente santo? No; que es para
que lo tome todo a la fuerza: súbita y unánimemente aquellos brazos levantados
se inclinan; miran la cara del santo todos los ojos, y antes, mucho antes que
tú lo piensas, quien quieras que seas, el que lo lees, cuanto veías sobre las
manos, ha ido a para a la cabeza del Santo, y de allí al suelo; ninguno se ha
equivocado; todas las caricias han llegado y las ha sentido nuestro sufrido S.
Cayetano: quien le derriba un dedo, la mano; quien la nariz, una oreja; quien
por último, lo saca de su peana, o con ella le hace besar el suelo, por un
gordo melón de agua, que con tanto tino como fuerza le dirigió a la espalda:
¡ningún amigo tiene allí nuestro buen Santo que lo quiera de otro modo; que le
signifique su cariño con otras demostraciones!... Sigue su carrera la procesión
sin cesar la... lluvia; al entrar, de vuelta, en la Iglesia, se acrecienta; la
nube descarga de repente sobre S. Cayetano,... cuanta agua le pudiera quedar
para un año... y concluye: el santo es colocado en su nicho: nuestro huertano
se ha lucido: ahora como nunca, puedes juzgar a mi tipo, prudente lector o
bella lectora.
LUIS ALARCÓN FERNÁNDEZ-TRUJILLO
Semanario Pintoresco español,
1845, págs. 106- 116
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