Ramón Barquero, "El desperfollo"
El desperfollo
(Premiado en los Juegos Florales de 1879)
Hay en todos los países costumbres cuyo origen no está al
alcance del curioso, y de éstas es la que voy a presentar a mis lectores. Por
si alguno no me entiende, anticipo que el «desperfollo» no es otra cosa que el
acto de quitar al maíz la envoltura foliácea que cubre la semilla. Pensar que
esta operación (que va acompañada por el común de lancecillos en extremo
agradables) es uno de los muchos rezagos que nos quedaron de los árabes, sería
incurrir en un anacronismo mayúsculo, pues la aclimatación de dicha planta fue
posterior al descubrimiento de las Américas, y uno de los pocos bienes
positivos que reportó España de aquella extraordinaria conquista. Pero cuál
fue la época en que la aclimatación del maíz tuvo principio, y cuál el motivo
de dar a esta faena agrícola el carácter de una fiesta privada, eso es lo que
yo no sabría decir, porque a pesar de mi curiosidad, no he hallado quien
acierte a satisfacerla. Limitándose a describir lo que he visto, no dejará de
tener mi artículo algún interés para los que no conozcan tan bizarra costumbre.
Era una tarde de septiembre, cuando, estimulado por dos
amigos, apercibí mis arreos de caza con objeto de matar un par de codornices en
cierto punto de la huerta donde, según ellos, les constaba que las había en
abundancia. Confieso que la expedición, en su primera parte, no fue motivo
suficiente para decidirme, porque escarmentado con la experiencia de que la tal
caza no es otra cosa que un verdadero cansancio sin fruto y un medio de dar
elasticidad a los tendones de Aquiles por los frecuentes saltos de «azarbes» y
«corredores», no me hallaba muy dispuesto a desempeñar el papel de marmota.
Pero encontraron modo de excitar mi curiosidad: me prometieron que iríamos a
dormir a casa del arrendador de uno de ellos, donde había aquella noche
«desperfollo», y yo, aunque ignorante de la escena en que querían hacerme tomar
parte, no tuve ya otro arbitrio que seguidos.
Poco importará a mis lectores saber si matamos o no
codornices, y si hubimos, por recurso, de emplear la pólvora en los maliciosos
gorriones; esto por ahora no es del caso; lo cierto es que nos detuvimos más de
lo necesario, y cuando nos acercamos a la casa destinada a hospedamos, era ya
completamente de noche. Por fortuna había luna, lo que nos evitó seguramente algunos
pediluvios y quién sabe si algún baño general al trasponer cualquiera de las
acequias. A medida que nos aproximábamos, comenzamos a percibir los gritos y la
zambra que dentro de la casa había; cosa que yo califiquécomo de buen agüero; y
un paso tras otro, y después de salimos al encuentro hasta media docena de
perros de diferentes tamaños y ladridos, tomamos al cabo plácida posesión de
una espaciosa estancia baja, donde después de los cumplimientos de costumbre,
nos despojamos de los inútiles morrales.
¿Cómo podrá mi pluma describir la interesante escena que
allí se ofreció a mis ojos? Figuraos una habitación medio ennegrecida del humo,
y en cuyo centro se eleva un gran montón de mazorcas de panizo, tales como se
cortan de la planta; alrededor de este montón, y sentadas como cada cual puede,
docena y media de muchachas frescas como unas flores, y una docena de madres
arrugadas como unas pasas; doce o catorce mozos de sangre retozona, a la
querencia de sus respectivas Melisendras, y otros cuantos zagales convidados a
título de padrinazgo, o presentados por sí y ante sí, formando también parte
del corro; hombres y mujeres ocupados, no diré que exclusivamente pero «casi»,
en «desperfollar» la sobredicha semilla; y este pintoresco cuadro alumbrado por
un candil añoso pendiente de una soga que corta la habitación a manera de
diagonal.
Contemplábale yo sin saber a donde dirigir mis miradas de
preferencia, ni donde tomar puesto; mis ojos discurrían de una en otra zagala y
todas me pare cían a cual más lindas, fuese efecto de la sorpresa, o de la
caza, o de que en saliendo de casa se modifica el gusto: verdad es que si yo
las miraba con cierta predisposición, ellas tampoco estaban en su estado
normal, por lo que diré después.
Aún me hallaba indeciso, cuando uno de mis dos amigos, que a
fuer de conocido antiguo se había sentado a la derecha de una juncal morena de
grandes ojos y seno prominente, levantando en alto una cosa que no distinguí
bien por el pronto, exclamó desaforadamente: «¡Colorá!» «¡Colorá!» y dejando su
silla, comenzó a repartir sendos abrazos a todas las mozuelas, con tal fe que
más de dos se bambolearon en sus asientos. Yo busqué un «cicerone» entre los
mozos inmediatos, y uno de ellos, muy admirado de mi ignorancia, tuvo la bondad
de decirme que lo que mi amigo había encontrado era una panocha encarnada, cuyo
hallazgo le daba el derecho de abrazar a todas las mujeres presentes; pero que
el abrazo debía ser extensivo a madres e hijas, y por tanto mi amigo había
andado algo descortés suprimiendo el de las primeras. Tenía razón. Díle las
gracias y me puse a «desperfollar» con ahinco, en la esperanza de hallar mi
seguro para dar abrazos. ¡Pobre de mí! Por tres veces vi sucederse los abrazos,
resintiéndose mi amor propio al ver que la suerte no me deparaba sino panochas
amarillas; y ya estaba dado a Satanás y casi decidido a abrazar sin fórmulas,
cuando el mismo mozalvete que poco antes me había servido de intérprete sacó de
no sé donde el ansiado talismán y recubriéndose con una perfolla suelta me lo alargó
diciendo; -«Tome usted, señorito, y abrace usted con cuidado a aquella rubia.»-
No sé que fue más pronto, si coger la panocha o estar
abrazando a diestro y a siniestro con un desempeño de que tal vez no me hubiera
creído capaz. Paseábanse mis brazos de una en otra cintura, oprimían mis manos
aquellas formas rígidas, marmóreas, y gozábanse mis ojos en observar en
aquellos rostros graciosos los varios modos de hacerse ostensible el inevitable
pudor femenino, que alguien hubiera calificado quizá de coquetería. Abracé en
fin a mi sabor tras otra las dieciocho zagalas que formaban la parte amable de
aquella asamblea popular, y barrenando el reglamento por segunda vez, suprimí
también el abrazo materno con punible desprecio de la censura. Terminada mi agradable
comisión entre los gritos y la algazara de los circunstantes, recobré mi
asiento y emprendí con nuevo afán mi faena. No habrían pasado cinco minutos
cuándo un grito general me sacó de mi enajenación, haciéndome sospechar si
sería algún nuevo acontecimiento anejo a la costumbre y de que yo estuviese aún
ignorante. Así era la verdad: la casualidad, o más bien la Providencia había
puesto una panocha encarnada en manos de la morena de ojos negros, y esta
circunstancia, que da a la agraciada el derecho «irrenunciable» de abrazar al
hombre que más le plazca, era justamente el motivo de la asonada: la morena,
cuyo abrazo, por más señas, me había costado un pinchazo con el alfiler del
pañuelo, rehusaba su cumplimiento; el respetable público masculino pedía con
ahínco (y con razón) la observancia de las antiguas prácticas; y después de
resistirse ella y de gritar ellos, sucedió lo que siempre que se alborota de
veras: salvóse la ley y condescendió la muchacha; sucedió poco más o menos lo
que quería aquel tribuno francés, cuan do gritaba «sálvense los principios y
más que se pierdan las colonias».
Allanado el inconveniente, todos los hombres nos pusimos en
pie, aguardando en aquella actitud el resultado de la elección. La zagala
estaba más colorada que una rosa; sus ojos iban alternativamente de uno a otro
candidato; su cara era un tratado completo de fisiología; su boca entreabierta
no se atrevía a pronunciar palabra; por último la pronunció y saltó a la arena
un robusto gañan en cuyo semblante satisfecho percibíanse las señales de una
inteligencia que no era del momento; pero, en honor a la verdad, abrazó a la
agraciada más superficialmente de lo que yo lo hubiera hecho a pesar de sus
alfileres.
En los intervalos de estas pequeñas revoluciones cundía
nuestra obra prodigiosamente. El gran montón de mazorcas que ocupaba el centro
había disminuido hasta el punto de no quedar más que una porción muy reducida,
por manera que más de dos y aun más de cuatro colaboradores habían dado de mano
a su trabajo. Mis dos amigos y yo éramos del número de los cesantes, y ya se
ve, como la ociosidad es la madre de lo malo, y como la juventud es inquieta, y
la juventud propietaria (digámoslo así) suele tener, en su casa más libertad
que en la del vecino, el tal amigo a quien dije pertenecía la casa que nos
albergaba, haciendo alarde de su genio revoltosos, principió a tirar a las
mozuelas granos de panizo; las mozuelas por su parte y a título de confianza
devolvieron las tornas al señorito, y entre éstas y los otros fue la cosa tomando
cuerpo y vino a suceder lo que sucede en las ciudades con las asonadas, y
motines. Los granos pasaron a perfollas, las perfollas a panochas, y lo que
antes era un juguete adquirió poco a poco un carácter más serio, en medio de
que todo el mundo reía a carcajadas. Las muchachas corrían de un lado a otro
tapándose la cara con el delantal y sorteando como mejor podían aquella
granizada abundante, los hombres procuraban también poner a buen recaudo las
cabezas, y aun así era muy común oír a través de sus risas tal cual
interjección de esas que no pueden pronunciar los italianos, arrancada en
fuerza de algún proyectil bien dirigido. Uno de éstos, arrojado por mano
certera encontró, en medio de la parábola que describía, el único cuerpo
luminoso de aquel sistema planetario, y chocando con él fuertemente nos dejó a
todos iguales y aun algo más que ante la ley, porque, digan lo que quieran,
estoy convencido de que nunca son más iguales los ciudadanos que cuando se
hallan de noche en torno de un candil apagado. Todo lo que antes era algazara y
bullicio fue desde aquel momento quietud y silencio, como si la falta de la luz
hubiera secuestrado a todos la facultad parlante. El encenderla de nuevo, fue
obra un poco pesada, pues aunque en el instante de caer el candil había tres o
cuatro fumadores echando yescas a compás, la maldita pajuela no ardía: y a todo
esto la dueña de la casa dándose al diablo con la ocurrencia, y su marido
dándose de coscorrones por la cocina y echando cada terno que hacía temblar los
pucheros. En cuanto a los de la sala, de mí sé decir que me puse a fumar; los
demás ellos sabrán en qué se entretuvieron, y aunque estoy en la creencia de
que nada malo sucedería, con todo más vale no meneallo y que otro cargue con la
responsabilidad de tal descripción, comprometida siempre para un historiador
veraz.
Cesó al fin la oscuridad y volvieron las cosas al ser y
estado que tenían antes de la catástrofe. Concluyóse el panizo y el público en
masa pidió que se cumpliera en todo con la costumbre. El dueño de la casa,
aunque a regañadientes, no tuvo más remedio que condescender; y en su
consecuencia y después de templado un mal guitarra, que uno de los convidados
traía a prevención, cuatro mozos de los más danzantes, montera en mano y pie
atrás, sacaron a sus respectivas parejas, y comenzó el baile, que no hay que
decir si serían «parrandas». Aquellas parejas cedieron su lugar a otras, las
cuales luego que concluyeron fueron reemplazadas a su vez; repitiéndose lo
mismo hasta las once, en que cada cual se fue a su casa, llena la imaginación
de ideas más o menos halagüeñas. Por mi parte, lo que puedo asegurar es que
desde entonces hice propósito de asistir a cuantos «desperfollos» me
convidasen.
RAMÓN BAQUERO
(La tarjeta contenida en el sobre cerrado correspondiente a
este artículo decía: -«El autor es mi difunto padre D. Ramón Baquero, quien lo
escribió en 1840. Si resultara premiado, ruego al Sr. Mantenedor me reserve el
premio y el original». A. Baquero Almansa.)
José Martínez Tornel, Cuadros de costumbres murcianas,
Murcia, Imp. El Diario, 1893
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